Un equipo multidisciplinario de la PUCP utiliza pequeños aparatos voladores para hacer investigación científica aplicada a la agricultura. Proyecto fue financiado por los Fondos para la Innovación, Ciencia y Tecnología (FINCyT)
Texto: Emilio Camacho.
Fotografía: Paola Paredes.
Es mediodía y el sol cae pesado sobre el Centro Internacional de la Papa (CIP) en La Molina. Sobre el techo de una de las instalaciones de la CIP hay siete personas que esperan que la reportera Paola Paredes termine con una foto. La idea es sencilla. Paola ha agrupado al ingeniero Andrés Flores de la Pontificia Universidad Católica (PUCP), al físico Hildo Loayza de la CIP y al arqueólogo Aurelio Rodríguez. Sobre ellos, a dos metros de distancia, vuela un octocóptero, un pequeño vehículo no tripulado que parece un insecto gigante de ocho hélices.
La toma es bastante simple pero hay dos problemas. El primero es lograr que la nave vuele en un punto fijo sobre la cabeza de los personajes. Y el segundo es controlar los nervios de Hildo y Andrés, que voltean a cada momento por el temor de que las hélices del octocóptero choquen con sus poco frondosas cabelleras.
Es una posición incómoda para ambos. Para ellos la nave no es un juguete. Lo repiten a cada momento. De hecho, ambos están empeñados en demostrar que este octocóptero y otros drones de uso civil pueden convertirse en herramientas agrícolas, más modernas que una chaquitaclla y menos pesadas que un tractor, pero herramientas al fin y al cabo.
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